Seuma. Un cuento de miedo para Halloween.

Noestabien me ha picado. Él es quien mejor imita a Depardieu, así que el post descriptivo de este personaje tiene que hacerlo él. Yo en cambio tengo una fijación obsesiva con el Señor Seuma, alias El Judío. Se trata de nuestro casero. El tipo al que en marzo del mes pasado le vendimos nuestra alma a cambio de un techo donde cobijarnos y un retrete donde sentarnos. Es un tipo desconocido para mi. Nunca le he visto. Por eso puedo imaginarlo de diferentes formas, crear un personaje en plano aberrado, distorsionar su concepto de forma que pareza un maldito sarnoso, un mezquino cobrador que sube el alquiler a su antojo, un mugriento vejestorio con síndrome de Diógenes, que vive en su casa rodeado de fajos de billetes y bolsas de basura y restos de comida.
Todo en él se me antoja mugriento. Me lo imagino en su salón, con el candelabro de siete brazos presidiendo el hogar, frotándose las manos mientras hace cuentas de cuánto dinero le van a ingresar los por lo menos 15 inquilinos que habitan su edificio (porque es suyo, todo él). En esas está, amasando en el aire más de 2.000 euros en billetes de 10, entre sus manos amarillentas, rugosas y suaves, fruto de una vida de especulación y de no trabajar más que en idear nuevas formas de fortuna. Cuando de repente, entre las tablas que forman el suelo de parqué de su casa, escucha un quejido.
La casa de Seuma, de paredes mal pintadas y con algunas humedades (como les gusta llamar a nuestras vecinas a las goteras ), tiene seis habitaciones, de las cuales sólo está habitada la suya propia. Del techo cuelgan algunas bombillas, que en las tardes de invierno no dan luz suficiente para alcanzar a ver el final del corredor principal. No hay cuadros. Las únicas ventanas y los balcones, que dan a un parque, están cerradas por las contraventanas exteriores. Seuma pasa las tardes sentado en su vieja butaca de terciopelo, raída y desgastada por los brazos y el reposacabeza. En otro tiempo fue una casa alegre, con sonidos infantiles, carreras en los pasillos y luz por las ventanas. Ya no.
El ruido se escuchó claramente, saliendo de entre las tablillas. Ahora otra vez. Es un chillido lejano, un tímido suspiro, como si viniera de una húmeda cueva en medio del bosque. Seuma se extraña y se despierta de su fantasía millonaria. Se dirige lentamente, intentando adelantar su destacada nariz hacia el lugar del que proviene ese extraño ruido. Se detiene, busca algo. Enciende el candelabro de siete brazos y levanta una de las tablillas. En la que suele guardar los fajos de billetes de más valor.
Ante él hay un pequeño gorrión, tembloroso. Le mira fijamente emitiendo un delicado sonido que no parece salir de un cuerpo tan pequeño. El gorrioncillo hace un esfuerzo por levantarse, pero tiene una patita rota, y todo intento por desplegar sus alas es inútil. No consigue más que dar una triste imagen de gorrión herido, intentando obtener más aire para respirar abriendo el pico al máximo.
Seuma alargó su brazo y se agachó lentamente. Como si un enebro recogiera una cría del nido que alberga en su copa. Los dedos de Seuma, temblorosos y delicados, amarillentos y suaves de no utilizarlos en tareas duras, envolvieron al pajarito y se cerraron en torno a él, levantándolo del suelo. Con la otra mano, el viejo lo arropó y lo llevó a un lugar más seguro. El pajarito, algo febril aún y con las plumas alborotadas, respira aceleradamente, tiembla y pía en una suerte de quejido universal que llena la casa. El viejo sólo lo observa.
Se acerca la hora de cenar. Seuma se da cuenta. Es la víspera del Día de los Difuntos.
Deja al pajarito en una caja de zapatos que tiene en una de las habitaciones deshabitadas.
Pone el horno a calentar. En su delirio millonario, que comenzó a fraguar allá en los alegres años 20, la cena del 31 de octubre debe consistir en un rico manjar. Esta noche cenará faisán al horno.