viernes, febrero 10, 2006

Madrid


Quedamos en la Puerta del Sol. Recuerdo que íbamos ligeros de ropa, así que debía de ser otoño o primavera. Ella estaba muy guapa, con un flequillo inédito que le favorecía, aunque disimulaba sus grandes ojos color avellana. Habíamos quedado como una tarde más de las que solíamos vernos, pero esta vez como amigos. Al menos intentábamos serlo. Había pasado bastante tiempo desde entonces. Desde que intentábamos ser amigos sin conseguirlo del todo.

Primero fuimos a los gallegos a tomar unos ribeiros en su cuenco de loza y todo. Los tomamos en la calle, con una ración de pimientos de Padrón. También pasamos por El Abuelo, en la calle de al lado, Espoz y Mina. Era una de esas tardes crepusculares de otoño o primavera, en las que daba gusto estar en la calle. Reíamos, charlábamos y tratábamos de evitar temas sensibles de los que todavía estaban sin cicatrizar. Pero todavía seguíamos siendo buenos amigos. Era genial poder estar con ella y contarnos cómo nos había ido la vida en los últimos meses. De vez en cuando había un momento de silencio y se cruzaban nuestras miradas, intentando adivinar algo. Nos mirábamos profundamente durante un segundo, y luego volvíamos a hablar de cualquier cosa.

Bajando hacia la Plaza de Santa Ana y por la calle Prado y Príncipe, entramos en Huertas, zigzagueando entre los adoquines como niños. Las luces y la gente fluían en un torrente, en la calle con más bares por metro cuadrado de España y parte de Europa, pero nosotros parecíamos flotar entre todos, protegidos por una especie de halo. En Echegaray entramos en La Boca del Lobo, que está muy cerca del mítico local gitano y flamenco de Huertas, el Cardamomo. En la Boca del Lobo pusimos a prueba la cercanía, la oscuridad, el contacto furtivo entre las luces y las sombras, el roce de las manos, el tacto. Las miradas seguían entrecruzándose en el momento más inesperado. Tan misteriosa como la piel del lobo. Tan dulce como su boca. Todavía recordaba su sabor.

No sé cómo, pero paseando llegamos hasta la Plaza de Cánovas o de Neptuno. Y subiendo por los Jerónimos llegamos a una de las puertas del Retiro, ya cerrado. La noche invitaba a pasear, y nosotros seguíamos charlando y recordando. Era una de esas noches de otoño o primavera en que da gusto respirar, y hay un aroma especial en el ambiente, mezcla de sauces y chopos urbanitas. De repente nos encontramos frente a la Puerta de Alcalá. Sin pensarlo, la cogí de la mano y cruzamos entre el intenso tráfico en plena hora punta de la noche, hasta la isleta que rodea el monumento.

Era la primera vez que estaba allí. Para llegar a los pies mismos de la Puerta de Alcalá no hay otra forma de hacerlo que cruzar entre el caótico tráfico de la Plaza de la Independencia. Normalmente no se puede estar tan cerca del monumento, es un tanto inalcanzable. Tan próximo e inalcanzable.

No había tocado nunca sus cicatrices. Mírala. Siempre había estado allí. Podían pasar meses sin verla, pero siempre quedaba algo en común, cosas que nos unían, momentos que habíamos pasado juntos. Paseando entre sus pilares, protegidos del resto de la calle y del resto de la ciudad, allí estábamos, tocando las cicatrices de granito, del granito arañado a La Pedriza. Nadie en toda la ciudad había cruzado el foso invisible que separaba esa isleta del resto de la maraña de luces. Sólo nosotros.

Ella evitaba un nuevo cruce de miradas, que podía ser definitivo. Recostada en un rincón, con aire lánguido, esperaba, miraba el edificio Metrópoli, al fondo de la Plaza de la Cibeles. Miraba las luces del mundo exterior. Yo seguía dibujando las cicatrices de bala que tiene la Puerta. Fui hacia ella, y nos volvimos a mirar profundamente, esta vez sí. Fue un beso breve, y en ese momento la isleta rodeada de flores, la burbuja y toda la Puerta de Alcalá entera con sus cicatrices de granito se estremecieron.

Volvimos andando por Menéndez Pelayo, de la mano. Bordeamos el Retiro y llegamos hasta Conde de Casal. Siempre nos despedíamos allí. Allí era donde ella cogía el autobús de La Veloz hacia Rivas.

Allí fue donde la vi también por última vez, ya hace tiempo.

Esta noche volveré a verla. Tan majestuosa como siempre, la Puerta de Alcalá. Madrid.



Dedicado a Noe.

1 Comments:

Blogger Ernesto de la Serna said...

Un artículo francamente hermoso, como es hermoso nuestro Madrid. Lástima que uno no se dé cuenta hasta que está lejos. O tal vez es por eso mismo que uno se da cuenta...

1:42 p. m.

 

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